El amor de Tiyi
Mi querida Nefertiti:
Algunos sostienen que el hombre no puede llegar a comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, y que todo es resultado del ambiente, que el ambiente nos absorbe. Pues yo creo que todo depende de hechos fortuitos. Lo digo por experiencia propia... Vivimos en el “caos” y todo es resultado de ese orden desordenado.Así habló nuestra muy estimada madre Tiyi después de la conversación que sostuvimos acerca de si es necesario modificar las condiciones en que el hombre vive para que éste pueda alcanzar un mayor grado de perfección. En realidad nadie afirmó que el individuo no pueda llegar al conocimiento del bien y del mal por sí mismo, pero Tiyi tenía la costumbre de comentar los pensamientos que la conversación le sugería, respondiendo a las preguntas que ella misma se formulaba, y ello le servía de pretexto para relatar episodios de su vida. A menudo, entusiasmada por su relato, se olvidaba del motivo que lo había suscitado, tanto más cuanto que era muy sincera y ponía toda el alma en lo que contaba.Lo mismo hizo en esta ocasión.
-Lo digo por experiencia propia. Toda mi vida ha seguido un determinado rumbo y no otro, debido a algo muy distinto del medio ambiente.
-¿Debido a qué, pues? –le preguntamos.
-¡Ah, queridos! Se trata de una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.
-Pues cuéntanoslas...
Tiyi se quedó pensativa, movió la cabeza.
-Así fue –añadió-. Una noche, o mejor dicho una mañana cambió por completo mi vida.
-¿Qué ocurrió?
-Ocurrió que me enamoré perdidamente. Me había enamorado muchas veces, pero nunca con un amor tan profundo como en aquella ocasión. Esto ya pertenece al pasado. A los cincuenta años seguía siendo un atractivo hombre, pero en su juventud, a los dieciocho era sublime: alto, serio, majestuoso, simpático, educado. Iba siempre muy erguido, como si no supiera ir de otro modo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y esto, aun siendo delgado e incluso seco, le daba aires de rey. Su majestuosidad nos habría acobardado de no haber sido por la dulce y alegre sonrisa que iluminaba su rostro, de no haber tenido ojos encantadores y brillantes, de no haber poseído la gracia sin par de su esplendorosa juventud.
-¡Qué bien lo describe, Tiyi!
-Por más que lo describa será poco para que podáis haceros cargo de cómo era. Pero no es ésta la cuestión. Lo que quiero contaros ocurrió entre los años 1635 y 1645 de la era dinástica. Entonces yo estaba en Damasco y en aquellos tiempos ni organizábamos círculos ni nos preocupábamos de teorías políticas, lo cual no sé si estaba bien o mal. Éramos jóvenes y vivíamos como es propio de la juventud, estudiando y divirtiéndonos. Yo era una chica alegre y bulliciosa, y además, rica y princesa. Tenía un brioso caballo . Iba de francachela con mis amigas y amigos (en aquel tiempo solo bebíamos cerveza; o nada si no teníamos dinero). Mis diversiones preferidas eran las veladas y los bailes. Bailaba bien y no era fea.
-No seas tan modesta –exclamó su hijo interrumpiéndola-.
Ya hemos visto su retrato, hecho todavía en tablilla. Nada de fea, eras una moza muy guapa.
-Si queréis, un chica guapa; pero no es ésta la cuestión, sino que en aquel tiempo de mi gran amor asistí al baile del último día de carnaval en la residencia del maestre de la nobleza , un anciano bondadoso, rico, hospitalario y gentilhombre de cámara. Hacía los honores de la casa su esposa, mujer tan bondadosa como él. Lucía una diadema de brillantes piedras y llevaba...
-continuará... Akhenatón.
Algunos sostienen que el hombre no puede llegar a comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, y que todo es resultado del ambiente, que el ambiente nos absorbe. Pues yo creo que todo depende de hechos fortuitos. Lo digo por experiencia propia... Vivimos en el “caos” y todo es resultado de ese orden desordenado.Así habló nuestra muy estimada madre Tiyi después de la conversación que sostuvimos acerca de si es necesario modificar las condiciones en que el hombre vive para que éste pueda alcanzar un mayor grado de perfección. En realidad nadie afirmó que el individuo no pueda llegar al conocimiento del bien y del mal por sí mismo, pero Tiyi tenía la costumbre de comentar los pensamientos que la conversación le sugería, respondiendo a las preguntas que ella misma se formulaba, y ello le servía de pretexto para relatar episodios de su vida. A menudo, entusiasmada por su relato, se olvidaba del motivo que lo había suscitado, tanto más cuanto que era muy sincera y ponía toda el alma en lo que contaba.Lo mismo hizo en esta ocasión.
-Lo digo por experiencia propia. Toda mi vida ha seguido un determinado rumbo y no otro, debido a algo muy distinto del medio ambiente.
-¿Debido a qué, pues? –le preguntamos.
-¡Ah, queridos! Se trata de una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.
-Pues cuéntanoslas...
Tiyi se quedó pensativa, movió la cabeza.
-Así fue –añadió-. Una noche, o mejor dicho una mañana cambió por completo mi vida.
-¿Qué ocurrió?
-Ocurrió que me enamoré perdidamente. Me había enamorado muchas veces, pero nunca con un amor tan profundo como en aquella ocasión. Esto ya pertenece al pasado. A los cincuenta años seguía siendo un atractivo hombre, pero en su juventud, a los dieciocho era sublime: alto, serio, majestuoso, simpático, educado. Iba siempre muy erguido, como si no supiera ir de otro modo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y esto, aun siendo delgado e incluso seco, le daba aires de rey. Su majestuosidad nos habría acobardado de no haber sido por la dulce y alegre sonrisa que iluminaba su rostro, de no haber tenido ojos encantadores y brillantes, de no haber poseído la gracia sin par de su esplendorosa juventud.
-¡Qué bien lo describe, Tiyi!
-Por más que lo describa será poco para que podáis haceros cargo de cómo era. Pero no es ésta la cuestión. Lo que quiero contaros ocurrió entre los años 1635 y 1645 de la era dinástica. Entonces yo estaba en Damasco y en aquellos tiempos ni organizábamos círculos ni nos preocupábamos de teorías políticas, lo cual no sé si estaba bien o mal. Éramos jóvenes y vivíamos como es propio de la juventud, estudiando y divirtiéndonos. Yo era una chica alegre y bulliciosa, y además, rica y princesa. Tenía un brioso caballo . Iba de francachela con mis amigas y amigos (en aquel tiempo solo bebíamos cerveza; o nada si no teníamos dinero). Mis diversiones preferidas eran las veladas y los bailes. Bailaba bien y no era fea.
-No seas tan modesta –exclamó su hijo interrumpiéndola-.
Ya hemos visto su retrato, hecho todavía en tablilla. Nada de fea, eras una moza muy guapa.
-Si queréis, un chica guapa; pero no es ésta la cuestión, sino que en aquel tiempo de mi gran amor asistí al baile del último día de carnaval en la residencia del maestre de la nobleza , un anciano bondadoso, rico, hospitalario y gentilhombre de cámara. Hacía los honores de la casa su esposa, mujer tan bondadosa como él. Lucía una diadema de brillantes piedras y llevaba...
-continuará... Akhenatón.
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