eliópolis: 07/01/2006 - 08/01/2006

jueves, julio 20, 2006

Vor dem Gasetz de Kafka.













Borges nace el 24 de Agosto de 1899 en Buenos Aires y fallece el 14 de Junio de 1986 en Ginebra. Kafka nace 3 de Julio de 1883 en Viena y fallece el 3 de Junio de 1924. Es decir que Borges tenía 25 años cuando supo de la muerte de Franz Kafka. Hacia 1916 Borges decide aprender alemán y lee en esta lengua a Kafka. A partir de 1935 Borges traduce la obra de Kafka al castellano.Puede aventurarse que la fascinación de Borges ante la obra de Kafka duró unos sietes decenios. Borges tradujo "Vor dem Gasetz" como "Ante la Ley", y dio el texto dos veces a la imprenta.
Transcripción del cuento Ante la Ley .
Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede abrir la puerta. El hombre reflexiona y luego pregunta si podrá entrar más tarde.
-Es posible -dice el guardián-, pero ahora, no.
Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
—Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy fuerte. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más fuertes. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su tierra y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo –hasta lo más valioso- en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
—Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en deterioro del campesino.
—¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián-. Eres insaciable.
—Todos buscan la Ley –dice el hombre-. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.
—Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.
"La verdad interna de un relato no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes"

Felice Bauer
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lunes, julio 17, 2006

Hace 20 años falleció Borges



Veinte años no es nada diría Borges. Puede ser una oportunidad, "the last chance", para conocer a este autor tan cercano a todos. Sus laberintos sintácticos le hicieron famoso y su asepsia filosófica también. Cuando el dijo que: el poeta es un simple agente de la actividad del lenguaje, entonces los heideggerianos y sus innumerables adeptos lo tomaron como a uno de los suyos. Dijo que el yo se disuelve en un mundo sin tiempo, y los budistas creyeron que era uno de ellos. Los existencialistas lo vieron como un poeta angustiado en un eterno sueño de pesadillas, y lo consideraron como muy próximo a esa doctrina. Y así sucesivamente, por eso digo: muy cercano a todos.

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.


Es el comienzo del cuento El Libro de Arena, de Jorge Luis Borges , que espero os enganche y no pareis hasta leer toda su obra. El Libro de Arena (continuación)


Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
—Vendo biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve -observé.
—No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevaba el número (digamos) 40.512 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hora.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número. Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns -corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso especimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por una rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.-¡A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor bibliográfico.
—Trato hecho -me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

Las mejores páginas en Internet sobre Borges

Enciclopedia borgesiana/The Borgesian Cyclopaedia

The Book of Sand /Un siglo de Borges


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viernes, julio 14, 2006

Preludio




preludio. (Del lat. praeludĭum).
1. m. Aquello que precede y sirve de entrada, preparación o principio a algo.
2. m. Mús. Aquello que se toca o canta para ensayar la voz, probar los instrumentos o fijar el tono, antes de comenzar la ejecución de una obra musical.
3. m. Mús. Composición musical de corto desarrollo y libertad de forma, generalmente destinada a preceder la ejecución de otras obras.
4. m. Mús. Obertura o sinfonía, pieza que antecede a una obra musical.

preludiar. (De preludio).
1. tr. Preparar o iniciar algo, darle entrada.
2. intr. Mús. Probar, ensayar un instrumento o la voz, por medio de escalas, arpegios, etc., antes de comenzar la pieza principal. U. t. c. tr.

MORF. conjug. c. anunciar.
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Preludio de un beso, un sueño hecho realidad.
Te soñé.
Debía ser domingo, porque la gente iba y venía por la soleada calle paseando. A través de la ventana de mi cuarto en el asilo. Los veía pasar bajo las negras y retorcidas ramas del tilo todavía desnudo. Tenía la sensación de haber sido siempre viejo, porque los recuerdos de mi juventud se me aparecían como cuentos que alguien me hubiese contado. No eran mios los paseos junto a un río en el que nunca había nadado. No eran mios los amores secretos ni los romances simulados. Seguía mirando por la ventana como siempre, sin fijarme en nada. Sin embargo, descubrí algo muy extraño: una mirada atravesaba el vidrio en sentido contrario. Era una muchacha de unos veinte años, con ojos de un marrón profundo, casi negro. ¿Qué buscaría ella en el asilo? Evidentemente me miraba a mi, me habría confundido con alguien. Ella sonrió y siguió su camino. Al día siguiente, me desperté esperando que la joven volviera a pasar. Sentí algo muy extraño por ella, no era el "amor" que había vivido mucho tiempo atrás, era como si fuera mi hija o mi hermana. Era algo incómodo , no sabía bien qué me pasaba. Ella apareció con algo en las manos.

Passion Flower

Cruzó el jardincito del asilo y se paró junto a la ventana. Intentó abrirla pero no podía, y yo estaba demasiado viejo como para intentar abrirla. Fue hacia la puerta de la entrada y tocó el timbre. Unos minutos más tarde, estabamos tomando te en el cuarto. Ella me había regalado una flor con su maceta, que puse cerca de la ventana. Durante horas, conversamos sobre casi todo. Al amanecer del otro día, un pájaro, buscando esa flor de la ventana, rompió el viejo vidrio. Me desperté por el ruido, sentí el viento en la cara y supe que el preludio de mi vida había sido ya muy largo: era hora de vivir.





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