Caipiriñas
-¿En qué piensas, Maite? -quiso saber Manu.
-Estaba pensando en mi abuela Conchita -respondió-. Era una mujer tan especial, me hacía sentir importante, profundamente feliz.
-Bello recuerdo. No me has hablado mucho de ella… ¿por qué?
-Son recuerdos muy íntimos, difíciles de compartir –explicó-. Fue una mujer muy valiente y avanzada a su época en todos los sentidos: cuando sus amigos y familia se preocupaban por si el viento o la lluvia sería inminente, ella, soñaba con vidas paralelas en países exóticos.
-¿Murió joven? –preguntó Manu.
-Sí. Joven y avisada.
-Já, ¿qué quieres decir con eso?
-Pues lo que oyes. En uno de sus múltiples viajes, en la ciudad de París, una gitana le leyó sus manos. Como ella decía: “…no una gitana cualquiera, la reina de las gitanas” Y tras estudiar atentamente su breve y bifurcada línea de la vida, le había predicho que no viviría más allá de su sexagésimo aniversario.
Maite solía quedarse a veces en blanco debido a la grave enfermedad que sufrió hará unos diez años. En esos momentos parecía hablar con los ángeles y estar rodeada de jardines en flor que su piel reflejaba en intensos tonos rosas y esmeraldas. Esos instantes, breves, eran magníficos para mí; aunque ella los odiaba, sobre todo por la insostenible levedad de su ser en esos segundos mágicos.
-¿Y cómo vivió el resto de sus días con la idea de morir joven? –inquirió Manu.
-Con una soberbia tranquilidad y señorío. Tal que, no sólo aceptó el reto sino que lo preparó como se prepara un gran evento. Su fe era un catecismo de verdades no compiladas. Creía en mediums, brujos y clarividentes. Creía en todas las divagaciones y advertencias por veladas y confusas que fueran. Todos los días
consultaba el I Ching, que mi abuelo consideraba, en el mejor de los casos, un texto satánico. Todos ellos eran los meteorólogos de su alma exuberante y libre de preocupaciones. Sin embargo, se tomó la sentencia de muerte de la gitana con estoica y divertida gravedad, y comenzó a prepararse para su propio fallecimiento como si se tratara de un viaje a un país fabuloso cuyas fronteras hubieran estado durante mucho tiempo cerradas a los turistas.
-No es más que la última etapa de la vida. La etapa más interesante, me parece –comentó Manu mientras recorrían la calle del Pecado, pasando por sus comercios y bares-. Pero sigue, cuéntame que sucedió después.
-Conchita, maestra siempre, insistió en que sus nietos le acompañasen a elegir el ataúd y establecer las disposiciones finales para el entierro. Quería que aprendiésemos a no temer a la muerte. Nos hablaba de la inminente compra del ataúd con gran animación y actuaba como si simplemente fuese a confirmar una reserva de hotel al final de un penoso viaje. Pero si estás muy bien de salud, abuela –observó Antonio, mi hermano, alzando la vista hacia ella-. Le he oído decir a papá que vas a diñarla despues de enterrarnos a todos –dijo.
...seguirá.
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