Aprender
Una inteligente y cultivada amiga mía me aseguraba un día que parecía fuera de cuestión que Shakespeare no era tal sino que, con toda probabilidad, tenía que haber sido Lord Bacon: alguien —argumentaba— cerca del poder, pues sólo se podía describir con tal maestría si se habían conocido las intrigas y las pasiones y dulzuras del poder de primera mano, como decía el duque a Sancho Panza. Nunca estaría yo tan seguro como mi amiga; aparte de la capacidad genial de fantasía pura que sólo muy indirectamente surgiría de estratos de la realidad de los individuos, ¿de qué experiencias se nutrían —por poner un ejemplo clásico— las pasiones y los territorios descritos por las hermanas Brontë que, como es sabido, apenas pudieron salir de la estrecha rectoría de su padre? Y por citar a una mujer escritora española, Elena Quiroga, ¿de dónde sale en una jovencita de provincias de apenas 23 años en plena época de dureza franquista un mundo pasional como el de Viento del Norte? Y tantos innumerables ejemplos que se podrían señalar. Por supuesto, las historias se transmiten, se oyen contar, pero el genio literario —en el grado mayor o menor que se pueda tener— siempre crea la realidad, no la copia, como señaló Oscar Wilde al hablar de Balzac.
Incluso las novelas más realistas, esa primera y única novela que algunos dicen podría hacer casi todo el mundo con su propia autobiografía novelada —otra cosa es que pudiera continuar—, exige unas cualidades determinadas si es que es buena, si es que abre en el lector horizontes no previstos o deleita con una buena prosa.
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