Isla de Bensalem
Mi querida Nefertiti,
Recientemente llegó a mis manos una obra inacabada del filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626): «La Nueva Atlántida».
Bacon expone sus ideas políticas en esta obra, utopía en la que se representa el florecimiento económico de una sociedad ideal; en ésta la vida está organizada sobre las bases racionales de la ciencia y de una técnica avanzada, aunque se conserva la contraposición entre clases dominantes y clases subordinadas.
Una de las obras más significativas desde el punto de vista de la comunicación. Iniciada por Bacon en 1623 y publicada en 1627, un año después de la muerte de su autor. Este que, como es sabido, era también canciller de la Corona, imagina una ciudad ideal realizada gracias a la ciencia.
Esta ciudad es la isla de Bensalem, que se parece a la que imaginó Platón. En aquella nueva Atlántida, la gente se inicia en la actividad científica; se perfeccionan las especies vegetales con un objetivo médico; se experimenta con animales y, luego, con el cuerpo humano. El lugar está repleto de instrumentos de precisión, de instrumentos destinados a crear todo tipo de movimientos. Se imita al vuelo de los pájaros, se vuela. Se navega debajo de los mares. Se conoce el movimiento perpetuo. Pero este arsenal de inventos que son una invitación al viaje contrasta con el cierre natural, geográfico, del lugar, la prohibición de la comunicación con el exterior, la imposición de un riguroso secreto y las grandes limitaciones en lo que respecta a los viajes de la gente del país. Los sabios son los únicos en viajar al exterior para estar informados de los descubrimientos científicos que puedan resultar útiles a sus compatriotas.
Algunos filósofos han analizado correctamente ese tema del encierro en el relato utópico al ver en él una novela de Estado.
Por si fuese necesario, la Nueva Atlántida nos muestra cómo, en aquella búsqueda de la verdad universal que caracteriza el proyecto científico de la Ilustración, coexisten dos lógicas: una -que se sitúa al nivel del deseo- de liberación de cualquier cortapisa, de todos los prejuicios heredados del feudalismo y el oscurantismo religioso, y otra, de domesticación de ese movimiento liberado. Desde entonces, ese desgarramiento entre emancipación y control social o disciplina se ha convertido en una serpiente de verano en la comunicación.
Esta ciudad es la isla de Bensalem, que se parece a la que imaginó Platón. En aquella nueva Atlántida, la gente se inicia en la actividad científica; se perfeccionan las especies vegetales con un objetivo médico; se experimenta con animales y, luego, con el cuerpo humano. El lugar está repleto de instrumentos de precisión, de instrumentos destinados a crear todo tipo de movimientos. Se imita al vuelo de los pájaros, se vuela. Se navega debajo de los mares. Se conoce el movimiento perpetuo. Pero este arsenal de inventos que son una invitación al viaje contrasta con el cierre natural, geográfico, del lugar, la prohibición de la comunicación con el exterior, la imposición de un riguroso secreto y las grandes limitaciones en lo que respecta a los viajes de la gente del país. Los sabios son los únicos en viajar al exterior para estar informados de los descubrimientos científicos que puedan resultar útiles a sus compatriotas.
Algunos filósofos han analizado correctamente ese tema del encierro en el relato utópico al ver en él una novela de Estado.
Por si fuese necesario, la Nueva Atlántida nos muestra cómo, en aquella búsqueda de la verdad universal que caracteriza el proyecto científico de la Ilustración, coexisten dos lógicas: una -que se sitúa al nivel del deseo- de liberación de cualquier cortapisa, de todos los prejuicios heredados del feudalismo y el oscurantismo religioso, y otra, de domesticación de ese movimiento liberado. Desde entonces, ese desgarramiento entre emancipación y control social o disciplina se ha convertido en una serpiente de verano en la comunicación.
Bacon fue fundador del materialismo y de la ciencia experimental moderna. Al subir al trono Jacobo I, alcanzó altos cargos en el estado y fue nombrado lord canciller del reino, muy al contrario de lo que le sucedió a su compatriota Roger Bacon (1214-92), con el cual comparte apellido y oficio.
Francis es el autor del famoso tratado «Novum Organum» (1620) (a diferencia del «Organon» de Aristóteles) en el que expuso una nueva concepción de los objetivos de la ciencia y las bases de la inducción científica. Como dato histórico te diré que nuestro Cervantes murió cinco años antes de la publicación del Novum Organum del inglés Francis Bacon y doce años antes del descubrimiento de la circulación de la sangre por parte del inglés William Harvey. Estas dos obras, cada una a su manera, vienen a consagrar la noción del movimiento y a valorizarlo. Con Bacon se abre camino la idea de un mundo perfectible, casi «ferpecto», un mundo en movimiento, que avanza. Merced a la ciencia -y al hecho de que se fundamenta en la observación y la experimentación cuantitativa- se convertirá en algo más grato la vida humana y los propios humanos serán mejores y más felices. Surge la primera teoría científica del progreso. Tras el hallazgo del sabio Harvey, quien, en su laboratorio, estudia los movimientos del corazón en los sapos y pone a prueba los cimientos de la ciencia utilitaria de Bacon, van a trasladarse los términos de la anatomía al campo de la economía política, donde pasarán a designar la circulación de las riquezas y las vías de comunicación utilizadas por las mercancías y las personas.
Bacon, después de proclamar que el fin del saber estriba en la capacidad que posee la ciencia para aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza, señaló que sólo podría alcanzar dicho fin la ciencia que llegara a conocer las verdaderas causas de los fenómenos. Por esta razón se manifestaba contra la escolástica. La ciencia precedente adolecía de «dogmatismo» –pues el sabio deducía el sistema de proposiciones de sus propios conceptos, como la araña teje su cendal–, o de «empirismo», en cuanto el sabio se preocupaba sólo de recoger hechos sin penetrar en su significado. En consecuencia, Bacon exigía que se adoptara una actitud escéptica respecto a todo el saber anterior. Sin embargo, reconocía la posibilidad del conocimiento fidedigno, mas para alcanzar la verdad consideraba necesario reformar el método. El primer paso de tal reforma debía consistir en limpiar la mente de los errores («ídolos») que constantemente la amenazaban. Parte de esos errores se deben a inclinaciones del intelecto propias de todo el género humano; parte, a inclinaciones propias de ciertos grupos de sabios e incluso de ciertos individuos; parte de los errores aludidos arrancan de la imperfección e inexactitud del lenguaje, y, finalmente, parte de ellos son fruto de asimilar sin espíritu crítico, opiniones ajenas. Una vez eliminadas las concepciones falsas, es posible abordar el verdadero método de la nueva ciencia. Según Bacon, esta ciencia ha de consistir en la reelaboración racional de los hechos de la experiencia. Las premisas de sus conclusiones («axiomas medios») serán proposiciones basadas en conceptos que se hayan obtenido por medio de la generalización metódica o de la inducción. La concepción analítica del experimento nos proporciona la condición previa de la inducción. Esta concepción, desarrollada unilateralmente, condujo, según palabras de Engels, a que Bacon (y tras él, Locke) trasladara de la ciencia natural a la filosofía el método metafísico del pensar tal como se había constituido en la ciencia de los siglos XV-XVI. En su teoría de la inducción. Bacon señaló por primera vez el valor de las denominadas instancias negativas», es decir, de la selección de casos que contradicen la generalización y que exigen, por tanto, que ésta se revise por no estar suficientemente fundamentada. En cuanto al desarrollo del materialismo filosófico. Bacon, en primer lugar, restableció la tradición y llevó a cabo –desde este punto de vista– una revalorización de las teorías filosóficas pasadas: exaltó el materialismo griego de los primeros tiempos y puso al descubierto los errores del idealismo.
En segundo lugar, elaboró una interpretación materialista propia de la naturaleza basándose en la concepción de la materia como un conjunto de partículas y viendo la naturaleza como un conjunto de cuerpos dotados de múltiples cualidades. Consideraba que una de las propiedades inherentes a la materia era el movimiento que, en Bacon, no se reducía al desplazamiento mecánico (enumeró diecinueve clases de movimiento). Todas estas concepciones de Bacon son un reflejo de las nuevas necesidades y exigencias que en Inglaterra se presentaban a la ciencia en la época de la primera acumulación capitalista. Sin embargo, Bacon no fue un materialista consecuente. Su doctrina, según expresión de Marx, se halla aún plagada de «inconsecuencia teológica».
Una aventura mucho más errática de lo que se hubiese podido imaginar hace apenas un cuarto de siglo, cuando Che Guevara, en la víspera de su viaje a Bolivia, escribía: «Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino, con mi adarga en el brazo... Muchos me dirán aventurero, y lo soy, sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades».
El libro al que hago referencia, bellamente ilústrado, comparte esta obra de Bacon con otra, segunda parte del libro, del filósofo francés Condorcet que se titula «Esquisse d'un tableau historique des progrès de l'esprit humain».
Este libro pertenece a una colección titulada, por la editorial italiana de Arnoldo Mondatori, «Biblioteca de la utopía», está impresa en papel marfil fabricado en Sicilia.
Es la meta de las Luces: «Preguntar si puede existir un pueblo que esté libre de todos los prejuicios supersticiosos es lo mismo que preguntar si puede existir un pueblo de filósofos», decía Voltaire.
Akenathon
Akenathon
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