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Es el nombre de la primera bestia. San Juan acabó sus días escribiendo El Apocalipsis. Sueños e interpretaciones confusas de sus miedos y dudas. Vivió muchos años.
Fue San Juan Evangelista natural de Betsaida, a orillas del lago de Tiberíades o de Galilea. Por tanto, de la misma patria de San Pedro y de Santiago el Mayor, de quien era hermano. Nació pocos años más tarde que el divino Maestro. Sabido es que los dos hermanos, hijos de Zebedeo y Salomé, fueron llamados por Jesús "hijos del trueno", por su entusiasmo y fogosidad. Pescadores ambos, como su padre, robustos y vigorosos, es decapitarlo Santiago por orden de Herodes Agripa, en el año 42, pero Juan alcanza una longevidad casi centenaria. No es correcto, pues, atendidas todas estas circunstancias, representar "el más joven de los Apóstoles" con una figura femenil y enfermiza. Distinguióse, además, por su temperamento sereno y por su talento elevado, que -aparte la inspiración divina- le hizo gran teólogo. No es lógico, por consiguiente, que lo imaginemos tímido y endeble. [seguir leyendo]
Pedro, Santiago y Juan formaron el grupo predilecto de Jesús. Los tres presenciaron su Transfiguración, le acompañaban en el momento de la resurrección de la hijita de Jairo, fueron testigos de su agonía en Getsemaní.
Entre las predilecciones particulares que el Maestro reservó a Juan, recordemos que en la última Cena le dejó reclinar la cabeza sobre su costado, que fue el único discípulo suyo que estuvo al pie de la cruz, que poco antes de morir en ella le dejó encomendada a su Madre...
Junto con Pedro -con el cual guardó siempre la más íntima amistad- preparó por encargo de Jesús la Cena pascual y comprobó que el sepulcro estaba vacío en la misma mañana de la Resurrección.
En los episodios posteriores a ésta, los dos aparecen constantemente juntos, defendiendo, por ejemplo, a Jesús ante el Sanedrín y soportando sus increpaciones. A los dos hallamos juntos predicando y bautizando a las muchedumbres, en los días inmediatos a Pentecostés. Los dos van a Samaria para invocar allí al Espíritu Santo sobre los ya bautizados, es decir: para administrarles la Confirmación.
Desde los indicados días de Pentecostés hasta iniciados los últimos treinta años del siglo apostólico, un silencio casi absoluto rodea a San Juan, por parte de la Tradición y por parte de la Escritura. Sabemos, sí, que predicó en Samaria, que asistió al Concilio de Jerusalén el año 50, que vivió al lado de María, beneficiándose del dulcísimo testamento de Jesús Crucificado.
Vida muy recogida la suya, lo mismo antes que después de la Muerte y Asunción de la Virgen. Predicación en ambientes muy modestos y semiolvidados...
Pero en el ocaso del primer siglo cristiano reaparece con toda su prestancia la figura de Juan; reaparece nada menos que dominando el fin de la era apostólica con una majestad incomparable, debida al poder de su palabra, al prestigio de su autoridad.
En un momento que es difícil precisar, entre la muerte de San Pedro y San Pablo y la ruina de Jerusalén, fue Juan a establecerse en Éfeso. Probabilísimamente hacia el año 68. Siguióle, en emigración, una verdadera colonia jerosolimitana, lo cual se explica perfectamente por el movimiento de dispersión que tuvo lugar en aquellos tiempos de guerra judaico-romana y de crisis de la Ciudad Santa, poco antes de su temida ruina, anunciada por Jesucristo, y consumada el año 70.
Hacia el año 130, San Papías, el famoso obispo de Hierápolis, diócesis de la Frigia, uno de los discípulos inmediatos del Evangelista, en un texto que nos ha sido transmitido por el primer gran historiador eclesiástico Eusebio de Cesarea, habla con profunda veneración de su Maestro fallecido pocos años antes, a quien llama "Juan el Anciano, discípulo del Señor".
Por varias fuentes sabemos la vitalidad de la comunidad cristiana de Éfeso, regida un tiempo por San Pablo, y después por San Juan. La predicación del Apóstol de las Gentes obtuvo en Éfeso éxitos maravillosos, que le hicieron exclamar: "Una puerta grande se me ha abierto.."..
Éfeso era, en efecto, una puerta grande, geográfica y espiritualmente. Situada en la costa jonia, casi frente a frente de la isla de Samos, ocupaba uno de los lugares más aptos como punto de tránsito y actividad comercial entre el Oriente y el Occidente. Y, además, tenía una rica tradición cultural y religiosa. Desde tiempo inmemorial iba siendo un gran foco de inquietudes superiores.
No es extraño que bajo el báculo de Juan fuera muy presto metrópoli de la provincia eclesiástica más activa. Y la figura de Juan se agiganta cuando queda único sobreviviente del Colegio Apostólico, único representante del grupo íntimo de discípulos que había recibido las confidencias del Salvador. Entonces las miradas todas de la Iglesia se dirigieron al Discípulo predilecto.
Cuando habían desaparecido todos los "testigos de la palabra", los oyentes de Jesús, quedaba allí Juan, que había visto al Maestro con sus ojos, y le había tocado con sus manos, y había recogido las últimas palabras de su vida mortal.
Semejantes noticias acerca del prestigio de Juan debieron de llegar al emperador Domiciano. Estamos en el bienio 94-96, que fue el tiempo en que se desplegó su persecución. Ahora bien: sabemos por Eusebio de Cesarea, que el Emperador dispuso la detención de varios orientales, por sospecharles especiales autores de la creencia, muy extendida en Oriente, sobre un próximo reino de Jesús de Nazaret, vástago de David, que abarcaría el mundo entero... Pero ¡cuánto más peligroso juzgaría al anciano apóstol Juan, que llenaba con su fama toda el Asia Menor! Por ello no es extraño que mandara traerlo y procediera con él con verdadero rigor.
Es Tertuliano, el gran apologista (siglos II-III), quien cuenta que San Juan sufrió en Roma la terrible prueba del aceite hirviente. La tradición señala como lugar del hecho la Puerta Latina, o mejor dicho, el espacio que ocupó más tarde dicho portazgo romano: un campo de las afueras de la Urbe, al principio de la vía que atravesaba el Lacio.
Podemos imaginar la escena: El venerable anciano ha sido echado, con las manos atadas, en una gran caldera llena de aceite que hierve y chisporrotea; los verdugos atizan el fuego y le contemplan estupefactos, reza el Mártir con los ojos fijos en el Cielo: se le ve intacto, sereno, alegre.
Se desiste de traer nuevas cargas de leña y de revolver el brasero; es inútil: nada puede hacer daño a la carne virginal de aquel hombre prodigioso; el fuego le respeta y el aceite que arde es para él como un rocío.
Tertuliano lo narra con emoción, añadiendo que el Evangelista, después de haber salido incólume del perverso baño, fue relegado, por orden imperial, a una isla. Consta históricamente que fue la de Patmos, una de las Espóradas, en el mar Egeo, árida, agreste, volcánica; allí tendrá las visiones del Apocalipsis y permanecerá largos meses, hasta la muerte de Domiciano, para regresar a su Éfeso querida, amparado por una amnistía general, decretada por Nerva, benigno emperador inmediato.
La tradición nos ha transmitido un hermoso anecdotario de la última vejez del Apóstol. Entusiasta de la pureza de la fe, no se recató de manifestar su más absoluta repugnancia contra las primeras herejías que en la Iglesia aparecieron.
San Ireneo cuenta que habiendo ido Juan, en cierta ocasión, a los baños públicos de Éfeso, vio que estaba en ellos el hereje Cerinto y salió inmediatamente afuera, diciendo: "Huyamos de aquí; no sea que vaya a hundirse el edificio por haber entrado en él tan gran adversario de la verdad".
Contra Cerinto precisamente, y otros herejes -como los Ebionitas- que negaban la divinidad de Jesucristo, escribió el cuarto Evangelio, a ruegos de los Obispos de Asia.
De espíritu amabilísimo y sencillo, verdadero predecesor del franciscanismo, le gustaba descansar entreteniéndose con una tortolilla domesticada que poseía.
Suavísimo en sus palabras, puesto su pensamiento constantemente en Jesús, en los postreros tiempos de su vida se redujo su predicación a una incesante exhortación a la caridad fraterna. San Jerónimo nos transmite esta preciosa noticia: Cuando ya apenas podía Juan ser transportado a la iglesia y levantar la voz, repetía muchas veces: "Hijitos míos, amaos los unos a los otros".
Unos discípulos le preguntaron: "¿Por qué, Maestro, nos dices siempre lo mismo?".
Y respondió, con sentencia digna de él: "Porque es precepto del Señor, y si se cumple bien, con ello basta".
Es el mismo San Jerónimo el que, en su libro Sobre los Escritores Eclesiásticos, intenta establecer la cronología del cuarto Evangelista y dice que vivió hasta los plenos días del Emperador Trajano (98-117) y falleció sesenta y ocho años después de la Pasión del Señor.
Y el 666 es el valor numérico del nombre "Caesar Nero" en el alfabeto griego.
1 Comments:
Mi ignorancia es tal,que desconozco qjien escribió el apocalipsis.
Aprendo mucho de eliopoliis.Gracias ..Yo conozco una isla.Entr si quieres,aunque poco apre deras de una pobre ignorante
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